jueves, 23 de junio de 2011

Algo para tomar en cuenta

Por Javier Magaña

Si hay algo que se puede decir de mí es que soy muy paciente, la vida me ha dado muchas situaciones que me han enseñado a serlo, tengo miles de anécdotas sobre eso, una de mis favoritas es acerca de cómo esperé 7 horas para ir a orinar, porque antes tuve que recorrer media ciudad a causa de una ola de ataques con granadas a instalaciones policíacas, pero esa es para otro día.
La anécdota de hoy es acerca de los últimos cuatro meses… para empezar, debo decir que estaba en una sala de cine, con una chica de esas que podrán ausentarse, pero no necesariamente salir de tu vida, tomé mi chamarra y nos cubrí a ambos, el tipo que estaba a un lado y medio disimuladamente volteaba a verme poner mi mano sobre los glúteos de mi amiga seguramente habrá pensado que yo intentaba cubrirla para agarrarle los senos, pero la verdad es que nos había dado frío por el aire acondicionado, aunque sí aproveché para meterle la mano dentro de la blusa.
Y la verdad, no es que sea exhibicionista, pero para ese entonces tenía tres meses sin, como dicen los poetas populares (pero anónimos), mojar brocha, así que había decidido “trabajar el asunto”, desde ahí para después de la película, caminar con ella unas cuantas cuadras y llegar al motel de costumbre, porque no pensaba perder tiempo en ningún café. Además, según mi experiencia, si no haces ruido, no darás pretexto a que la mujer divorciada, con dos hijos, que va sola al cine te diga cosas como “No tengo problemas con que tú y noviecita se estén manoseando en público, pero por favor hazlo en silencio” y te avergüence frente a todos los presentes.
También está el hecho de que gracias a los múltiples videos que ahora podemos ver gratis en la Internet, la gente ha aprendido a vivir con su voyerismo.
Pues esperé las tres horas que duró eso a lo que los reporteros espectáculos suelen llamar “una obra maestra del cine” y que representa para sus productores ganancias en cifras que un habitante común de este país no sabe escribir muy bien, porque la verdad nunca la había escuchado y nunca recibirá de sueldo ni la diezmilésima parte de eso, para poder ir al lugar que me interesaba realmente.
Caminamos un par de calles por la ruta acostumbrada, cuando me di cuenta lo fácil que es que se te caiga una cartera cuando te cobijas con tu chamarra para cubrirte del frío que produce el aire acondicionado de una sala de cine mientras manoseas a una mujer.
La verdad no quise regresar, porque de repente me dan lapsus en los que carezco de fe en el ser humano y di por pérdida mi cartera, con mis más importantes credenciales y, peor aún, los 350 pesos con los que iba pagar el derecho a usar una habitación con jacuzzi y televisión por cable, durante ocho horas, de las cuales, admitámoslo, sólo iba a aprovechar tres porque al día siguiente tenía que entrar a trabajar temprano.
Ella y yo ya estábamos en un punto en que podía tomarme la confianza de decirle que pagara, pero ciertamente nunca me ha gustado admitir mi torpeza frente a ninguna mujer ni que ando cortó de dinero.
Así que me fijé bien dónde estábamos parados, qué había alrededor, la detuve, tomándola por el brazo le di un beso, le comenté que la había pasado genial, que no podía contener las ganas de volver a verla, volví a voltear le pregunté si estaba libre a uno de los taxistas del paradero donde estábamos, el respondió afirmativamente, le abrí la puerta a la dama, le dije luego te llamó, saqué los cincuenta pesos que siempre por precaución, dejó en uno de los bolsillos de mi pantalón y se los di al chofer para que la llevara a su casa.
¡Es obvio! ¡Por Dios!, que la única mujer a la que localizaste en una época difícil en la que tuviste que recurrir a la agenda donde guardas los teléfonos que prometiste no volver a marcar, sabiendo que era mentira, te dará evasivas, cuando la vuelvas a llamar sí alguna vez la dejaste con la ganas, en especial si la llamada es después de muchos días de haber pasado ese episodio, y eso es lo que me pasó hoy que la volví a llamar. Es entonces amigos, que llevó cuatro meses haciendo uso de mi paciencia.

jueves, 16 de junio de 2011

Atole

Por Javier Magaña

Cuando se juntan la pobreza de unos y la soledad de otros, se corre el riesgo de que un pueblo de muertos de hambre se convierta en un putero, así fue aquí.
Desde la primera semana en que llegamos fueron llegando muchachas y señoras, de cada casita de cartón, de cada sierra, incluso de Guatemala.
Yo al principio no les hacía mucho caso, pero luego empezaron a verse chulas, bueno ¿qué mujer no te parece chula cuando llevas tres meses rodeado de hombres y cuando bajas al centro del pueblo es para tener balaceras en el mercado, con los inditos de aquí y terminas matando a todo el que se te ponga en frente sin importar si tenía vela en el entierro?
Hubo unas muchachas que las primeras veces llegaban descalzas y duraban días con un mismo vestido, pero ya al final traían zapatos nuevos y vestidos diferentes, feos, pero también nuevos.
Un amigo que estuvo en una zona con mejor camino, me contó que unas ya hasta había comprado coche, quién sabe, de la que yo más me acuerdo es de doña Nadia.
Y l digo doña, porque me constaba que lo era. Muy su trabajo le había costado su casita de palitos en su terreno de seis por seis, donde cuidaba a sus cuatro niños.
Ella vivía casi enfrente de la base y pues en la mañana se ponía a la entrada de su choza con una olla de atole blanco, le daba una bendición a sus cuatro hijos y los subía al camión de redilas en que se iban a la escuela con los otros chiquillos del pueblo.
La verdad es que esa señora nunca vendió una sola taza de atole, de hecho si querías podáis tomarlo gratis, su negocio era otro, mejor dicho era el mismo de las otras muchachas que llegaban pintadas.
Yo era cliente de doña Nadia, claro que le hablaba de tú y me caía bien, porque como trabajaba menos tiempo que las demás, no había que remover tanto atole si eras de los últimos en solicitar servicio.
Todos los días era a misma historia, nadie se tomaba el atole blanco, sólo cogía con ella y después se iba de regreso a sus asuntos.
Ella, cuando terminaba de trabajar, tiraba el atole entre la hierba y después se ponía a preparar más.
Sé que la respuesta de porque lo hacía es muy obvia, pero a todos nos viene un momento de pendejez y a mí se me ocurrió preguntarle ¿Por qué todos los días te pones a hacer atole?
Entonces se le mojaron los ojos y me respondió “porque algo le tengo que decir a los niños, de cómo consigo dinero para comer…Yo también siento vergüenza”.
Después de ese día no la volví a contratar y si nos cruzábamos en el camino, los dos volteábamos la mirada.
El último recuerdo que tengo de ella es que cuando me cambiaron de campamento ella estaba asomada desde la ventana de su casa… de ladrillo.

miércoles, 15 de junio de 2011

En el cuartel

Por Javier Magaña

Llevábamos un mes en Pueblo Viejo, Chiapas, cuando una señora llegó y pidió hablar con el oficial a cargo.
Se trataba de la directora de la primaria que estaba cerca, que le venía a pedir al comandante, mi coronel, el favor de no mandar a los niños a traernos cosas de la tienda, porque ya no querían ir clases, debido a que por un solo día de traernos cosas, ganaban más que su padre en una semana.
“Verá señor, aquí la gente es muy pobre, los papás tienen que ingeniárselas para mantener a toda la familia con 15 pesos a la semana y a mí los chiquillos me dicen que ganan 20 pesos diarios con ustedes. Así no van a querer venir nunca a la escuela y el problema es que no creo que se vayan a quedar aquí para siempre, que ¿va a pasar después, cuando además de quedarse sin dinero les falten los estudios?”
El coronel, parecía conmovido y después de despedir cortésmente a la señora, nos explicó la situación, no dio ninguna orden al respecto, pero nos comentó que lo dejaba a nuestra consciencia.
Nadie le encargó nada a los niños, ni les dio monedas ese día, pero, a la mañana siguiente, sentíamos que nos hacían mucha falta nuestros cigarros y las coca colas, no pudimos evitar hablarle a los niños.
Duré ahí ocho meses, ¿quién sabe en que habrá acabado esa historia después de que me fui?

lunes, 13 de junio de 2011

En barandilla

Por Javier Magaña

Ésta es una historia con prisa así que solicito la ayuda de su imaginación queridos lectores, para poder hacerla lo suficientemente detallada.
Eran como las 8 de la mañana cuando su servidor, de profesión periodista, llegó a barandilla porque un policía amigo suyo le avisó que acaba de detener a un carterista.
Entonces que voy, me ponen enfrente al malandro para que le tome la foto y que veo que tiene el lado derecho de la cara todo rojo, como si lo hubieran golpeado.
Por respeto a la amistad que había entablado desde hace años con mi amigo, el buen gendarme, le comenté: “oye wey… ¿ya viste?”
El poli, al que por ser buena onda llamaremos El Jefe se quedó pasmado un momento, pero luego se le iluminó la cara como a los detectives de las películas cuando descubren al verdadero culpable de un crimen.
Respiró hondo y le dio una cachetada del lado izquierdo del rostro, después con una sonrisa plena me recomendó “Si te preguntan, les dices que estaba chapeado”.

domingo, 12 de junio de 2011

Piano Azul

Por Javier Magaña
Cada noche desde hacía unos seis meses yo era despertado por el sonido de un piano, más específicamente el piano de mi vecino de arriba, no tocaba mal en absoluto, pero tienen que entender que después de doce horas de trabajo y una mala cena cualquier sonido fuerte, aunque sea casi celestial, llega ser molesto cuando lo único que quieres es dormir las únicas 5 horas que podrás hacerlo antes de levantarte y arreglar otros tantos asuntos, que no sabes porque los arreglas, pero los arreglas, así que en serio espero no crean que soy un cerdo inculto que no comprende a los amantes del arte, de hecho nunca le presenté queja alguna las veces que por casualidad cruzábamos palabras en las escaleras de camino a nuestro respectivos asuntos, aunque debo admitir que varias noches no me faltaron ganas de salir y gritarle: “¡Ojala que te de cáncer!” o algo por el estilo pero no era tanto por su música, sino por el efecto que causaba en los demás vecinos… imaginen a los vecinos de su piso, el mío y el piso superior al suyo, golpeando con un zapato o vaya usted a saber con qué la pared para gritarle además que se callé, cosa que ciertamente nunca dio resultado, por lo que a larga nos hicimos a la idea de no dormir, pues algún extraño atributo inherente a nuestro vecino nos hacía sentir mal cuando intentábamos abrir la boca para reclamarle algo, por lo que todos terminábamos ofreciéndole un cordial, pero forzado saludo.

Como dije yo era despertado por un piano, hasta esa noche hace dos semanas, en que a la hora habitual del concierto de mi vecino se escucharon en vez de los acordes de sus habituales valses de Mozart y sus escapadas jazzísticas un rechinido de camas y un dueto de exhalaciones aceleradas pero bien acompasadas, que terminaron en un profundo y agridulce gemido que juro por todo en lo que aún valga la pena creer hacía palidecer la belleza de cualquier buen vals. Después de eso todo se fue a la más tremenda calma, tanto que el sueño me venció y ya no oí más nada esa noche. Tres días habían pasado ya y el piano no se oía, ni yo recordaba haberme topado recientemente con mi vecino y vino a mí un aroma horrible, cuya fuente busqué en toda la casa, hasta que tuve que salir a averiguar de donde venía. ¡Era de arriba!, no había la menor duda, la idea más trágica me vino a la mente de inmediato y pensé en llamar a la policía o algo así, pero algo que no podría llamar curiosidad y mucho menos morbo me obligó a investigar de que se trataba, así que salí por la ventana de mi apartamento y haciendo uso de toda la destreza de la que me fue posible hacer acopio subí a su balcón cuya ventana estaba afortunadamente abierta dejando salir ese horrible aroma que aún recuerdo, lo cual hizo imposible tomar una última bocanada de aire fresco, así que entré sin más preámbulo. Nunca había estado dentro de ese apartamento así que lo primero que hice fue sondear el lugar con la mirada, la sala estaba prácticamente vacía, sólo tenía el piano, la zona de la cocina lucía muy pulcra, así que no volví a mirar por ahí y decidí seguir hacia la zona donde imaginé se encontraba la habitación, pues supuse que su apartamento estaba dispuesto de la misma manera que el mío así que abrí la puerta y lo que vi me hizo caminar hacia atrás y sentir nauseas de inmediato volteé para no seguir viendo, pero el asco me ganó y terminé vomitando sobre el piano, lo cual me asusto también, así que volví a caminar de espaldas sin percatarme que ahora me dirigía hacia el interior de la habitación, y no caí en cuenta de ello hasta que una de mis corvas tropezó con la cama y, tal vez, ahora sí fue el morbo el que me hizo voltear y ver nueva mente esa tétrica imagen de una pareja desnuda fundida en un último abrazo, no pude ver el rostro de ella ni me atreví a dar una vuelta alrededor del lecho, porque no me pareció una situación para ponerse morboso, así que de inmediato salí del apartamento y me dirigí al mio para llamar al servicio de emergencias, aunque ya el caso de emergencia no tuviera nada. La policía llegó 20minutos más tarde me interrogó de manera grosera, pero sin acusarme de nada, los peritos y unos fotógrafos de nota roja llegaron más tarde y se quedaron ahí casi todo el día, en el cual curiosamente nadie más salió de su apartamento para preguntar por qué tanto barullo.

El asunto fue muy comentado en los noticieros y periódicos de está aburrida ciudad. Decían que había sido un suicidio con veneno para ratas y que el motivo era que ella era casada con hijos y que su esposo se negaba darle el divorcio. Probablemente la historia de esto último sea más interesante que la historia de lo que yo les conté, pero yo sólo les cuento lo que me tocó saber.

sábado, 11 de junio de 2011

El bar tender

Charles Libergmank, cantinero y dueño del bar Grün era un tipo al que su parroquiano más antiguo, Jack El Leproso, le hubiera gustado creer que había obtenido la cicatriz de su frente en un accidente en el que su desgraciada, pero amante esposa perdió una pierna. Pero la verdad es que Charles Libergmank era un alemán de 50 años que hacía ya veinte años había ido de turista a Israel, donde un anciano sobreviviente al holocausto lo golpeó con su bastón al reconocer su acento, y que además la esposa de Charles era una mujer relativamente bella y extremadamente normal y judía, de nombre Esther.

Sólo Charles y Esther saben porque diablos terminaron viviendo aquí en esta pequeña ciudad en un país al otro lado mar, pero todos los que los conocen bien saben que la razón por la que ella lo espera despierta hasta la cinco de la mañana sin importarle que sólo sea para verlo acostarse después de decir “Buenas noches” es que los dos se aman y que saben que gracias al Grün es que aunque no puedan contar mucho de su historia, muchas historias se pueden contar ahí.

jueves, 9 de junio de 2011

Así es…

Por Javier Magaña

“So… Are we talking to each other?” dijo Javier al llamarla por teléfono tras la enésima vez que uno de los dos rompía la promesa de no volverse a hablar, sabiendo siempre que en el fondo ambos esperaban que uno rompiera la promesa.
Esta vez fue ella y lo hizo cuando él estaba a punto de maldecirla por no llamar, escribir ni aparecerse, pero de repente cuando el volvió del trabajo estando a un paso de entrar a su casa para marcarle, se topó con un mensaje, no muy claro pero definitivamente de ella.
Era una mariposa de plástico color purpura, colocada exactamente en donde él siempre solía dejar las llaves. Ese era el pretexto que él necesitaba para llamarla sin sentir que se estaba humillando. Así que tras una hora de preguntarse qué rayos fue lo que ella le quiso decir, resolvió que esperaría al día siguiente a la misma hora para llamarle como si le estuviera haciendo un favor.
El día siguiente llegó, pero la hora decidida lucía tan lejana que Javier no pudo esperar las veintiún horas que faltaban para la hora en que se supone la llamaría, así que siendo las doce y media de la noche llamó, no sin antes pensar en una frase que sonará con carácter y que la hiciera sentir que él no era el que tenía más ganas de hablar, así que comenzó hablándole en inglés, sabiendo lo mucho ella detesta esa lengua, que no obstante entiende de maravilla.
Así que volviendo al inició él le dijo. “So… Are we talking to each other?”
A lo que ella conociéndolo todavía mejor de lo que él mismo podría conocerse, respondió “non plus, adieu” y colgó sin volver a contestar.