martes, 24 de abril de 2012

Una pausa para meditar

Por Javier Magaña

Hay cosas que uno nada más va a dejar, cosas como la mierda y el voto… perdón, pero esas son el tipo de cosas que se me ocurre cuando estoy sentado con el trasero desnudo, sobre el frío asiento de la taza del baño, en una sesión que apunta para ser larga.
No es por decir que el sufragio que cada ciudadano va a emitir, valga madres, es por decir que es algo que uno simplemente va a depositar en un lugar y después dejar con cierto sentimiento de alivio.
Digo, uno siempre entra al baño decidido a algo en particular, hacer pipi, popo, jalársela, sacarse los mocos o bañarse y, ya después de hacer lo que se tenía que hacer, uno se siente diferente a como se sentía momentos antes de entrar.
Y bueno, con tanto abstencionismo que hay, los que se presentan en una casilla electoral, ya van decididos a dejar algo, aunque sea un voto nulo, con una cruz en todo lo largo y ancho de la boleta, con varias crucecitas o una frase de presunta protesta, que pasará igual de desapercibida que una mentada de madre a la directiva del Club América en su cuenta de Twitter.
También están los que llegan decididos a votar por un candidato, ya sea porque le conviene a su gremio que este gane, porque es su cuate, su patrón, porque creen que es el bueno o simplemente se les hizo bien chulo o chula, cuando fue inoportunamente a tocar a su puerta, con la intención de darse un baño de pueblo y decir algo así como “cuento con usted, usted cuente conmigo”.
Pero la verdad es que alguien llega a dejar algo y después sentirse aliviado de todos esos interrogatorios de “por quién vas a votar” y la discusión que le sigue a esa pregunta.
La diferencia, es que cuando tu mierda se va al drenaje ya no hay muchas preocupaciones que te embarguen con respecto a ella, pero cuando tu voto cae en la urna, empiezas a preguntarte quién ganará y luego a preguntarles a otros por quiénes votaron.
Lo cual a la larga no importará porque tal vez ni te acuerdes de sus nombres de manera cotidiana, al menos no como para que se te vengan a la mente y mentarles la madre cuando no le surtan el agua a tu colonia y no tengas ni para bajarle al baño, como es mi caso justo en este momento.

domingo, 22 de abril de 2012

Desesperación y punto (C)

Javier Magaña

“Se me ocurrirá algo, siempre se me ocurre algo” pensó Emiliano cuando descubrió que lo buscaban. Volvió a pensarlo también cuando lo siguieron y cuando lo rodearon. Fue entonces que se le ocurrió algo: Meterse el último tiro que le quedaba en la pistola antes de que lo atraparan, para así escapar al destino que suelen sufrir los violadores que van a la cárcel.

martes, 17 de abril de 2012

Polvo ©

Por Javier Magaña
Fue cuando cayó el primer puño de tierra cuando sentí en mi propio rostro el balazo que le dieron a mi esposo en la cara y empecé a llorar y pedir que lo sacaran de ahí...
¡No comadre! ¡no se puede!, me dijeron en la noche cuando pedí ver la cara de Abraham. Era mejor así y ahora le dicen lo mismo, porque todos creen que es preferible pudrirse tres metros abajo que en plena calle o en su propia casa.
Se lo dieron de comer a un pozo, ¡malditos!, pero allá irán también ellos, hace una hora todavía estaba cobijado su ataúd con su bandera y ahora lo cubren de tierra para que ahí se quede siempre y se lleve consigo su mirada turbia como la de todos los que saben enfrente de quién están parados, esa que me enseñaba a mí cuando se despertaba antes de ponerse sus anteojos negros y que una vez le enseñó también a su compadre, el que es como él, pero más pendejo.
Fue bonito el chiste que hoy le hicieron, sí no lo hubiera matado el balazo, se hubiera muerto de la risa de saber lo que tenían planeado para cuando se muriera.
Ahí estaba el padre hablando de mi Abraham como si nunca se hubiera confesado con él, ni le hubiera cuidado a su sobrino cuando se iba al putero. Supongo que esas son la mentiras blancas, las que se dicen cuando uno usa una sotana y levanta una oblea hacia el techo, dice dos o tres cosas en latín y arroja agua hacía un féretro cerrado de un hombre que murió en el cumplimiento de su deber (cualquiera que realmente sea éste).
Llegamos todas de negro y ellos, sus compañeros, en su traje de gala azul, que no por insulsa, pero sí sincera, se le veía bien a él, y ahora pienso, el hecho de que lo hubiera visto muchas veces usarlo, me dice que estaba acostumbrado a enterrar amigos.
Antes de traerlo aquí le tocaron una diana y ahora lo dejan con un grupo norteño que cobra 10 pesos por canción. Sí, en definitiva se hubiera reído.
Las sirenas de muchas patrullas lo siguieron. No saben cuánto me molestaba ese sonido, hasta él decía que sólo servía para pasarse el alto.
Su compadre, el que era como él pero más pendejo (no puedo dejar de mencionarlo), le hizo, junto con otros tres que me dijeron que eran sus amigos, una guardia como no se la hicieron cuando ocupaba quien lo cubriera de los 20 balazos que lo mataron.
La imaginación del comandante se puso en marcha y me contó de “lo bueno que Abraham” era, “una pérdida lamentable” fue lo que dijo.
No sé qué pensaran todos, pero fui la esposa de ese cabrón durante el tiempo suficiente como para saber que chingaderas hacía, pero no importa, ya la tierra lo ha cubierto y parece que todos sienten que los gusanos se llenarán con Abraham y no querrán la carne de ninguno de nosotros cuando nos entierren, mientras el padre dice que ese cuerpo que en unas horas se va a hinchar y carcomer es polvo y en polvo se convertirá, para después pedir a Dios que me cuide a mí con un tono que indica ser el permiso que los presentes esperan para empezar a retirarse de manera disimulada.
Era malo (como casi todos), pero era mi esposo y me fue entregado ante un altar por el mismo padre que hoy se lo entregó a la tierra.
“Hasta que la muerte los separé” nos dijo… nunca pensé que fuera una advertencia para que yo no reclamará cuando me quedará sin él, de quien hoy todos dicen que era bueno. Yo creo que en eso consisten estas ceremonias, en hacernos olvidar que aquellos que queríamos seguramente irán al infierno.

domingo, 15 de abril de 2012

La sirena

Por Javier Magaña

Un par de anteojos empañados cayó cuando la sirena apareció en la playa a la luz de las estrellas.
El dueño de los lentes no los quiso recoger, por temor a desmentir lo que sus ojos veían, ya que lo que enfrente de él estaba era demasiado bello como para poder soportar una pérdida o una desilusión, fue la única vez que creyó que sería mejor vivir con la duda.